EL MISTERIOSO CASO DE LA PANADERÍA FANTASMA
- Satavisky
- 20 nov 2019
- 4 Min. de lectura

Son las cinco de la mañana. Florencia se despierta porque el viento hace golpear una ventana que dejó abierta en el comedor. Apenas abre los ojos; está cansada. Se acostó hace apenas unas horas porque fue a cenar con sus amigas, aprovechando que su hijo este fin de semana se queda con el padre. Anoche todas quisieron contar lo malos que son sus ex maridos, por eso la velada se estiró hasta pasadas las dos de la madrugada. Además, la somnolencia está potenciada por el alcohol, porque entre "cuota alimentaria" y "esa yegua quién se cree", las damas intercalaban vinos y daiquiris. El golpe vuelve a oírse con mayor intensidad. Florencia piensa que puede romperse el vidrio o, peor, que puede largarse una tormenta y mojar la tablet que cree recordar haber dejado sobre la mesita de arrime, bajo la ventana: "No se me vaya a romper justo ahora que acabo de pasar un nivel superdifícil del candy crush". Esto la motiva a levantarse, lanzando, eso sí, un bufido gutural y alquitranado, ya que Flor es una gran fumadora social y anoche se bajó un paquete de 43/70. Arrastrando sus pies descalzos, atraviesa el pasillo hacia el comedor. Se refriega los ojos y bosteza. Llega a la ventana, que está rechinando, y logra cerrarla justo antes de que vuelva a dar un nuevo golpe. Nota que la tablet no está en la mesita de arrime, sino en el sillón. Se la queda mirando unos segundos, como embobada, luego cierra los ojos y respira profundamente. "¡Otra vez!", se queja en voz alta: un intenso aroma a pan horneado invade la casa. Andalgalá y Patrón, barrio de Liniers. En esta esquina que ahora es el departamento de Florencia, hubo una panadería la cual los vecinos no se ponen de acuerdo en si estuvo entre el noventa y nueve y el dos mil uno, o entre el dos mil y el dos mil dos. Duró dos años, en eso todos concuerdan. Tampoco nadie discute que dos o tres veces al año, a pesar de que el local fue reformado y convertido en un departamento y de que Florencia, a quien ya bastante le cuesta prender el horno, difícilmente sea capaz de elaborar pan, un hermoso olor a panadería emana de esta esquina y cautiva a transeúntes y vecinos. "La Hermanas", se llamaba el comercio que duró un par de años hace dos décadas. Eran dos hermanas, Cecilia y Antonia, de alrededor de sesenta años que vinieron de un pueblito de La Pampa (ningún vecino recuerda cuál). Las conocieron poco. Sabemos que eran solteras, que su padre era panadero y que siempre que se les preguntaba el por qué de su traslado a la capital contaban un motivo distinto: "Allá nos aburrimos", "Desde que murió papá no pudimos entrar a la panadería...", "tenemos una amiga de acá...", "Acá conseguimos un doctor para curarle el asma a Antonia...", etc. Cecilia era jocosa y dicharachera, entusiasta contadora de chismes, mientras que Antonia era de lo más reservada y siempre que entraba un cliente la interrumpía leyendo "libracos grandotes de tapa dura". Al año de haberse establecido, comenzaron a circular extraños rumores que vinculaban a las hermanas con una extraña secta que estaría relacionada con la física cuántica. Según los vecinos, las hermanas se iban los lunes bien temprano y volvían a altas horas de la noche luego de haber participado en extensas orgías donde además de sexo, había música de rock, alcohol, drogas y fórmulas atómicas. "Los martes estaban demacradas -contó un vecino-, ojerosas, malhumoradas... Pero lo más raro es que el pan de los martes, en más de una oportunidad, encontré pelos colorados. Ellas eran las dos morochas, así que no sé que harían...". El testimonio es raro, pero se repite: pelos colorados en el pan de los martes. De distintos largos y grosores. "De distintos pelirrojos", se animó a decir una señora cuyo nieto la convenció de haber llegado a leer en uno de los libracos de Antonia mientras esta le pesaba tres cuartos de pan: "Los pelirrojos son generadores de antimateria, los necesitamos para incursionar en las dimensiones negativas del cosmos". "Alcancé a leerlo porque dejó el libro abierto sobre la silla y esas palabras estaban resaltadas en negrita", cuenta José Luis, que ahora tiene treinta y tres años. Florencia conoce estas teorías delirantes y está segura de que los pelos colorados que encuentra cada vez que barre la casa son parte de una elaborada broma de los chicos del barrio. Lo concreto es que de un día para el otro, sin avisar ni despedirse, las hermanas se fueron y nadie volvió a saber de ellas. Desde entonces, el fenómeno del aroma a pan horneado nunca dejó de suceder. Florencia entrecierra los ojos, acaba de recordar algo. Con paso dudoso se dirige hacia la habitación de su hijo, donde -recordó- se quedó a dormir Lucrecia, una de sus amigas que anoche no se sentía hábil para manejar y aceptó quedarse a dormir. Los pasos de Florencia son silenciosos y lentos. Lucrecia es una gran amiga, la conoce desde su anterior trabajo, cuando era secretaria... En esa época Lucrecia usaba siempre blusas rojas. Ella decía que para resaltar el color de su cabello, pero Florencia le decía que no hacía más que pronunciar sus infinitas pecas. Florencia se acerca a la puerta y con la mano temblorosa empuña el picaporte. Detrás de la puerta, en lugar de la habitación de su hijo, está la antigua panadería, el antiguo horno, encendido. Lucrecia está desnuda, dormida sobre la mesa; sus cabellos rojos cuelgan desde la cabecera. Florencia puede sentir el calor del horno y el aroma del pan. Las dos hermanas, Cecilia y Antonia, están paradas cada una a un lado y al otro del horno. Florencia no puede moverse. No siente sus manos, no siente sus piernas: solo siente cosquilleos ahí donde debería sentir su cuerpo, como si se hubiese convertido en un manojo de chispas. Las hermanas la miran y le sonríen. Luego, con movimientos calculados y aceitados, toman a Lucrecia de las manos y de las piernas y la arrojan en el horno. Florencia quisiera gritar. Las hermanas le lanzan otra mirada cínica e inmediatamente se meten arrodilladas en el horno, avanzando hacia su interior. Entonces, el portal hacia esa extraña dimensión implosiona y desaparece, y deja a Florencia, que lentamente recobra la posesión de su cuerpo, estupefacta, mirando la cama de su hijo desecha y vacía, y los aritos rojos de Lucrecia en la mesita de luz.
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