top of page

Curiosidad en la Montaña

  

 

—Si te lo cuento, tengo que matarte, chico. 

    —Ya entendí, te dije. Cuéntame de una vez...

    —¿Para qué quieres saber, si te vas a morir enseguida?

    —No, no, no... Detente ahí... Enseguida no. Dame medio minuto, si no qué gracia tiene. Déjame asimilar la noticia. Después, sí, reviéntame la cabeza de un escopetazo.

    —¿Tanto te intriga saber quién se comió las reservas? ¿Tanto que vas a dejar tu vida por enterarte, chico?

    —Tanto me intriga.

    —¿Tanto?

    —Tanto.

    —Que te tengo matar si te lo digo.

    —Me lo dices y después me matas.

    —¿Por qué te intriga tanto?, es lo que yo no entiendo...

    —Porque me da curiosidad de quién pudo haber sido el desgraciado que se comió nuestro sustento para toda la semana en estas montañas, pues. Que quién pudo haber sido tan egoísta y tan glotón de dejarnos hambrientos a las puertas de un combate.

    —Bueno es que tenía hambre, tampoco es para tanto.

    —¿Has sido tú?

    —Claro, chico. Por eso te he dicho, que si te cuento, tengo que matarte. ¿Por qué otra cosa te lo iba decir?

    —Pensé que estabas encubriendo a alguien.

    —No, chico. Fui yo. Y ahora que lo sabes, tengo que matarte.

    —¿Han estado rico los chocolates? ¿Han valido la pena?

    —Lo han valido, chico.

    —¿No te ha quedado  por ahí un pedacito?

    —Si te vas a morir, chico. No voy a desperdiciar alimento en ti.

    —Como última voluntad, pues. Un pedacito de chocolate. Un pellizco, nomás.

    —Creo que aquí... Sí, aquí tengo un pedacito. Ten, disfrútalo. Que es lo último que vas a disfrutar. 

    —Muy rico está. Bueno, vamos. Ahora sí...

    —¿Por qué no dispara esto?

    —¿Cómo que no dispara?

    —No dispara, chico.   

    —¿Le has puesto balas?

    —Le he puesto.

    —A ver dejame intentar a mí.

    —No te apuntes al rostro, chico. Que no te van a reconocer tu familia.

    —Es cierto, no dispara. Debe ser un casquillo sin pólvora. Alguien se ha estado robando la pólvora para venderla en el pueblo.

    —Será cosa del destino, chico. Voy a confiar en ti, que no se lo vas a contar a nadie.

    —Es que no me voy a aguantar.

    —¿Qué es lo que me dices?

    —Que no me voy a aguantar, pues. Ni bien me dejes ir, se lo iré a contar al comandante.

    —¿Me obligas a matarte, chico? Voy a clavarte este cuchillo en el corazón.

    —Métele pues, que se me entumecen la piernas aquí arrodillado. ¿Te has tomado la ginebra también?

    —También la he tomado.

    —O te has guardado un poco.

    —No, la tomé toda. No puedo darte.

    —Ni loco tomaría de esa ginebra, pues.

    —¿Por qué lo dices?

    —Por nada.

    —Dime por qué lo dices.

    —Ya clava ese cuchillo en mi pecho, pues.

    —¿Por qué no tomarías tu de esa ginebra?

    —No te lo puedo decir, pues.

    —¿Por qué no me lo puedes decir?

    —Porque tendría que matarte.



bottom of page