—¡Inercia! —gritó Valentina cuando me vio entrar, y dejó caer su café.
—Buenos dÃas, chicas —saludé sin detener la marcha hacia mi escritorio. Si aquello de «inercia» tenÃa alguna importancia, ya me enterarÃa.
Me senté, dejé el portafolios en el piso, acomodé el lapicero y quise tomar la lista de pedidos, pero mi bandeja estaba vacÃa; Daniela olvidó dejarlos preparados. «¡Esta juventud...!», levanté los ojos al cielo. Con lo que cuesta, tuve que ponerme de pie. Crucé la sala hasta la oficina de Margarita y agarré yo mismo las carpetas. De regreso a mi escritorio, percibà que no me quitaban los ojos de encima. No me avergoncé de rezongar, al contrario.
Mi vieja silla de cuero recibió este cuerpo cansado. «El esfuerzo injusto fatiga el doble». Me sorprendió el silencio: estaba más sordo o las chicas pelearon otra vez y no se hablan.Â
Alguien me tocó el hombro.
—Julieta, decime.
—Don Hugo, es el tercer dÃa que hace lo mismo... Usted está muerto, no tiene que venir más.
Ahà recordé todo.
—Perdón chicas, no quise asustarlas... Es la costumbre.