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Eslabón


Ciro Galiffi es un músico consagrado que camina por las calles de Tandil ocultando su fama con una gorra de visera, lentes oscuros y barba. Cada vez es más caminante y menos músico. Podría decirse que ahora le interesa más un par de cómodas zapatillas Nike que una guitarra Gibson SG. A tal punto cambió. El país entero ama sus rimas y sus melodías, pero ahí está, esquivando caca de perro y señoras cholulas que le piden fotos. Podría componer, dar conciertos, ensayar… No: con las manos en los bolsillos pasea durante horas inútiles. Sus seguidores esperamos un disco hace cuatro largos años.


Yo sé lo que le pasa a Galiffi: está preocupado por el futuro. No por el suyo ni por el de sus hijos, si alguna vez los tiene o los reconoce, sino por el de su obra. Su preocupación empieza, más o menos, setecientos u ochocientos años en el futuro, cuando nuestra civilización actual empiece a ser objeto de estudio arqueológico. Sabe cuáles son los objetos que darán fe de nuestra existencia dentro de mil años, que pueden atravesar condiciones climáticas extremas o ataques nucleares. Por ejemplo, los cimientos de un rascacielos, algunas redes cloacales y las bolsas de supermercado. Los discos compactos no prometen más de cincuenta años de vida, que ya es mucho decir.


¿Qué sentido tiene —se pregunta mientras le mira el culo a la mina que camina delante suyo— grabar discos efímeros y cantar para personas que van a llevarse mis canciones a la tumba? ¿Puedo confiar en que las generaciones futuras van a actualizar el formato de almacenamiento de mi música, si yo mismo no soy capaz de digitalizar las antiguas fotos de mi abuelo que comienzan a desdibujarse? —Con el dedo índice de la mano izquierda, el único que usa sobre el diapasón para ejecutar los épicos solos de guitarra que lo caracterizan, se rasca la cabeza.


Muchos genios tienen alguna especie de retraso focalizado: Einstein no habló con normalidad hasta los nueve años, Dalí nunca supo leer la hora en un reloj de aguja y este estúpido tiene miedo a ser olvidado. Galiffi ambiciona demasiado al pretender que «Mi Gatito Inquieto», su canción más popular, perdure en el tiempo con igual eficacia que la pirámide de Keops. Es una genialidad, nadie lo pone en duda, pero... paremos un poco.


Además, la música que se componga dentro de mil años será una evolución de la actual, que a su vez es evolución de música más primitiva; eso le da sentido a hacer canciones que no puedan sobrevivir milenios. Sin embargo, Galiffi no se contenta con su destino de eslabón invisible en la neblina del pasado, quiere ser fluorescente para que los habitantes del año tres mil puedan señalarlo y decir: «¡Miren todos! si no fuera por aquel lejano eslabón, esta cadena no llegaría hasta aquí» Si hubiera nacido hace cinco mil quinientos años y hubiese inventado la rueda, en lugar de rueda, se llamaría cirogaliffi. Hoy hablaríamos así:


—¡Me robaron las cirogaliffis del auto!


—Cayó cirogaliffiando por el barranco.


—Vendo bicicleta cirogaliffido veinticuatro.


—Fui a un concierto de los Cirogaliffi´s Stones.


¡Egocéntrico de porquería! ¿Por qué no sacás un disco y te dejás de perder el tiempo en reflexiones estúpidas? Decir que yo puedo escuchar sus pensamientos pero él no puede escuchar los míos, de lo contrario se enteraría de lo que sus seguidores no se animan a decirle. Es evidente que no quiere saberlo porque cuando me acerco a decírselo me insulta. ¡Ay, cuidado! ¡El señorito quiere caminar tranquilo por la calle sin que lo moleste! ¡Ay, cuidado! ¡Consiguió una orden de restricción para que no me acerque a menos de doscientos metros! Una orden de restricción a la realidad, eso consiguió. Por eso ya no hace canciones.


Tiene que sacar un disco. Ya no porque se lo pida su público, sino porque lo exige su contrato. «Popcorn Records» tiene el poder de quitarle gran parte de su fortuna si no entra a un estudio a grabar antes de fin de año. Galiffi está muy aburguesado para ajustar gastos y muy idiotizado para componer. El resultado es evidente: una decena de canciones espantosas, evitables y olvidables. Alguien tiene que impedirle estropear su carrera de esa forma. ¿Cómo vas a ser inmortal, Ciro Galiffi, si tu inspiración comienza a provenir del miedo a no poder pagar tus costosas clases de yoga con el maestro Indio Rabí Changai?


—¡Ciro! —Crucé la calle.


—¿Otra vez vos, flaco? ¿Qué tengo que hacer para que me dejes tranquilo? ¿Sabés que estás violando la orden de un juez? Vas a ir preso...


—¿Cómo vas a ser inmoral si tu aspiración comienza a porvenir del medio a no poder pagar tus costosas clases de chandai con el maestro Yoda?


A pesar de todo, estaba frente a un genio y me puse nervioso. Confundí algunas palabras, pero el mensaje era claro.


—¿Qué decís, flaco? —Se hizo el desentendido. Ya lo dice el dicho: «No hay peor ciego que el que no quiere ver».


—¡«Mi gatito inquieto» no es la pirámide de Keops! —articulé bien esta vez. Insistió:


—¿De qué me hablas, loco? ¡Tomatela!


¡Fingió desconocer el rock and roll del gatito! Indignado, me puse a bailar y cantar:


Mi gatito inquieto no me da la patita / tiene sueño y hambre y conmigo se desquita / la mosquita / que le pica... —Me detuve y, cruzándome de brazos, le pregunté—: ¿No la conocés?


—Andate o llamo a la policía.


—Ciro, por favor —traté de hacerlo entrar en razón—, no tenés por qué ser fluorescente. Los habitantes del año tres mil no van a...


—¡Ah, bueno! ¿Venís del futuro, flaco?


La pregunta me descolocó. Por un instante se me ocurrió contestarle que sí para capturar su atención, pero no quería engañarlo. Me vio dudar y comenzó a reírse.


—No —aclaré—, no vengo del futuro.


—No sé de dónde cuerno venís, aunque sí sé a dónde vas: al manicomio, estúpido —continuó riéndose a pesar de mi aclaración.


—Ciro, te dije que no vengo del futuro. —Mis palabras le daban gracia.


—¡Policía! —llamó al agente que estaba parado en la esquina.


—No hagas esto... Dejame que te ayude, Ciro. Yo te puedo ayudar a componer las canciones profundas y enigmáticas que hacías antes. Ciro, no me obligues...


El policía se acercaba con más curiosidad que prisa. Ciro Galiffi no dejaba de reír.


—¡Policía! ¡Venga! ¡Marty McFly tiene el DeLorean mal estacionado! —Seguía sin creerme.


No tuve tiempo para escuchar lo que pensaba.


—Lo hago por vos —le dije—, para que seas inmortal.


Saqué el arma. Su sonrisa desapareció y su rostro palideció de espanto. Detrás de él pasaban dos señoras, una de ellas se llevó la mano a la boca y gritó: «¡Ay, Dios mío!». Galiffi encubaba lágrimas en los ojos: tenía que darme prisa, no podía morir llorando. El policía saltó sobre mí. El ladrido de un perro a mis espaldas me asustó y apreté el gatillo. Galiffi cayó contra una vidriera. «Café con dos medialunas: $200», leí. Un restaurante barato, pensé. El policía todavía estaba en el aire y tuve tiempo de voltearme para ver al perro. Ovejero alemán, mi raza favorita. Estaba atemorizado por el sonido de la explosión. Lo acaricié en la frente para tranquilizarlo.


—¿Cómo se llama? —le pregunté al dueño, que estaba al final de una larga y temblorosa correa azul.


No pude quedarme a escuchar su respuesta porque el policía comenzaba a perder altura sobre mí. Me volví a Galiffi.


—Gracias —pensó—, yo no podría haberlo hecho. Siempre fui un cobarde. Quisiera poder pedirte un último favor…


Lo que sea, pedime lo que sea, Ciro —le dije bajo la sombra del policía que inminentemente estaba por aplastarme de un momento a otro.


—Digitalizá —dijo con su último aliento— las fotos de mi abuelo.





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