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La sombra del cultivo

  • Sata visky
  • 23 sept
  • 5 Min. de lectura
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Fragmento de la novela "La sombra del cultivo" (descargar aquí la novela completa: https://play.google.com/store/apps/details?id=busca.glia.craftbookdos&pcampaignid=web_share)




Anécdota.


Quizás, una confesión.


Cuando yo era chico, era un poco rellenito. Me refiero a cuando iba a la primaria. Cargaba mi mochila y caminaba solo hasta el colegio unas ocho cuadras. Hace años que no veo un chico de primaria yendo solo al colegio. Yo tenía una cara de tierno... Parecía un bebé al que le habían incrustado piernas y brazos y lo habían soltado a la calle: ¡Anda, niño, puedes hacerlo! Caminaba como desarmado, incómodo. Pero llegaba al colegio sano y salvo. El problema no estaba en la calle, por aquellos años, sino adentro del colegio. Yo estaba en cuarto grado y me había ganado un enemigo en séptimo. Me acuerdo perfectamente cómo pasó.


Un día, a la salida del colegio, me había detenido en el kiosko de Pedro —una ventanita oscura de la calle Aranguren— a comprar una Tita. Entonces, un chico de séptimo, con el

pelo largo y la voz grave, se acercó y me dijo:


—Se te cayó esto.


Me dio un pequeño librito de color verde. Era la libreta de comunicados. ¿Existe todavía eso? El chico, que yo lo veía en ese momento como a un hombre, agregó:


—Tenés la mochila abierta.


Me pasaban mil cosas por la cabeza en ese segundo. Una parte de mí, creía que algo malo iba a pasar, que ese tipo grandote, peludo y de voz grave tramaba algo. Con las manos temblorosas, me descolgué la mochila y comprobé que estaba abierta. ¿Él me había quitado la libreta y ahora me la devolvía? ¿Ese era el chiste? Dos más estaban con él. Uno era rubio y de ojos diminutos, el otro era pálido, con las manos en los bolsillos. Me miraban con ojos maduros y cansados. No, eso no parecía un chiste.


Tomé la libreta y la puse dentro de la mochila. Pedro, del otro lado de la ventanita, esperaba a que yo le pagara la Tita. Creo que en ese momento me sentí un adulto. ¡Señores!: estaba a mitad de un asunto de negocios y de repente era interrumpido por un imprevisto que implicaba documentación e interacción social. ¿Qué les parece? Puedo imaginar mi cara rechoncha llena de orgullo.


Mi padre tenía una forma especial de decir “Buenos días”. Estiraba la “s” final: “Buenos diasssss”, y sonría levantando una ceja. Yo tenía la percepción de que así saludaban los adultos. Así que, en esa situación, me acomodé la mochila, le di mis monedas a Pedro y dije “Buenos diassssss”. La primera mitad del saludo la dirigí a Pedro, la segunda mitad, a los chicos de Séptimo. Abandoné la ventanita y me largué a cruzar la calle con mi Tita en la mano, la frente alta y los pasos, como siempre, desarmados. A punto de llegar al cordón de enfrente, me acuerdo que una sonrisa me estiraba los cachetes, escuché la voz grave del de pelo largo:


—Podrías decir “gracias”.


Gané el cordón. Pisé firme en la vereda. Tuve miles de fantasías al respecto. Podría haber vuelto tras mis pasos y decirle:


—Disculpá, soy medio bruto.


Él me hubiera saludado con un apretón de manos, los otros también, nos hubiéramos hecho amigos, caminaríamos juntos cada día a la salida del colegio, me convidarían mis primeros cigarrillos, mis primeras cervezas... ¡Qué buena podía ser la vida!

Pero no volví tras mis pasos: en su lugar, me sentí insultado. Fruncí el ceño y, sin darme vuelta, me encojí de hombros. La madurez que creía haber abrazado y conquistado segundos antes se esfumó. Seguí caminando, y entonces: el castigo. Otra voz, más gangosa, imaginé que del rubio, gritó:


—¡Gordo malagradecido!


Seguí caminando. ¿Estaba a tiempo de reparar mi error? Otra voz, más en garganta, más iriente, gritó:


—¿Así que te hacés el canchero, gordo Tita?


Los otros dos estallaron en carcajadas. Yo me estremecí, porque ese gordo Tita, dicho así, con la voz como metalizada, era una expresión muy pegajosa. Oh, sí, señores: era como un slogan de esos que uno no puede sacarse de la cabeza. ¡Mierda, mierda, mierda! En ese momento supe que la cosa solo podía empeorar.


¡Gordo Tita!


Me gritaban, y yo ni siquiera tuve la astucia de guardar la Tita en un bolsillo. Seguía llevándola en alto, como un imbécil, caminando desarmado y estúpido, cada vez más

rápido, para dejar de escuchar esas voces hirientes:


—¡Gordo Tita!¡Gordo Tita!


Uf, era un apodo con mucho potencial, señores. Los grandulones se encargaron de que llegara a oídos de los bravos de mi salón, y así dejé de ser Capri: pasé a ser el Gordo Tita. El femenino de Tita pronto ganó la expresión, y empezaron a llamarme la gorda Tita. A veces, Gortita.


Si alguien se sentaba al lado mío, le decían Rodhesia.


Un día pedí permiso a mitad de una clase para ir al baño. Cuando entré, ahí estaba él, el de pelo largo. Le decían Lash —yo envidiaba su apodo—, porque se la pasaba hablando Slash. Los de su salón lo cargaban con eso: “Lash esto”, “Lash lo otro”.


Lash y Gorda Tita se encontraron en el baño. Solos. En hora de clase. Quedé petrificado cuando lo vi saliendo de un box, dirigiéndose a las canillas.


También fantaseé mucho con ese momento: había silencio, tiempo para hablar de hombre a hombre. Lash me clavó una mirada: dos perlas negras, brillantes, refulgentes de picardía. Si la palabra “burla” tiene rostro, es ese. Yo era un gordito estúpido metido en una película de terror: creí que ese grandulón iba a matarme. Así que grité, grité como un chancho al que están por carnear. El grito habrá salido del baño y retumbado en el patio vacío, habrá llegado a todas las aulas. A Lash se le fue la sonrisa horrible. Creo que algo dijo. Pudo decir algo como “tranquilo”, o “callate”. Pero yo gritaba demasiado fuerte. Entró una de las maestras de primer grado, la división ubicada junto a los baños, lo empujó Lash y me abrazó. Me largué a llorar. Lloré todos los meses de angustia que tenía de ir al colegio temeroso de Lash, de sus amiguitos y de las burlas de mis compañeros.


Supe que en ese momento había llegado mi venganza.


Me preguntaron una y otra vez qué era lo que había pasado en el baño. Yo me negaba a responder: esquivaba la mirada y empañaba los ojos.


—¿Qué te hizo? —insistían las maestras, la vicedirectora, la directora—: ¿Qué te hizo? — Vinieron mis padres, un psicólogo—: ¿Qué te hizo?


Yo no respondía.


Echaron a Lash del colegio y dejaron de decirme Gorda Tita. Gracias a esa artimaña, llegué mentalmente sano a séptimo grado. Para hacer la secundaria, me cambié de colegio, a uno donde nadie jamás supiera que yo alguna vez había sido la Gorda Tita.



 
 
 

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