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Un Genio En La Ferretería






Juan René, el reconocido artista plástico, entró a la ferretería. Con su polera negra, sus lustrosos zapatos puntiagudos y su melena blanca, se puso en la fila, detrás de albañiles, plomeros y maridos que se dan maña. Mientras esperaba, paseó una y otra vez su mirada por la infinidad de objetos que tenía alrededor, abiertamente orgulloso de ignorar la utilidad de la mayoría de ellos. «¿Para qué servirá —se preguntó al ver un destornillador— ese utensilio tan curioso?». Juan René jamás tuvo la superflua necesidad de desenroscar un tornillo.


—Buen día —saludó cuando, al fin, llegó su turno—, ¿tiene clavos?


El vendedor sonrió con jocosa malicia.


—No, señor. Esto es una ferretería. Si quiere clavos, vaya a la heladería de enfrente. —Se rio—. Es un chiste, no se enoje. ¿Qué tamaño necesita?


—Ah, discúlpeme. ¡Qué pregunta la mía! Resulta que he tenido un día complicado, ya ni sé lo que digo...


—No hay problema, señor.


—Más o menos así —Juan René delimitó el tamaño que buscaba con los índices sobre el mostrador.


—Dos pulgadas. Ya le muestro. —El vendedor desapareció entre las estanterías y enseguida volvió con una caja abierta en la mano—. ¿Así?


—Mmm… —Juan René agarró un clavo y lo examinó como a una pieza de joyería—. ¿No tiene más oscuros?


—¿Más oscuros? —Se sorprendió el vendedor.


—Sí, una tonalidad más oscura.


—No, son todos iguales. —Sacó un clavo de la caja y también se puso a examinarlo—. ¿Pero el tamaño está bien?


—Sí, sí, perfecto. Lástima el color... ¿Todos vienen así, me dijo? Qué macana. —Meneó la cabeza, dubitativo.


—Una verdadera pena. —El vendedor lo miró con curiosidad—. ¿Para qué los necesita?


—Oh, es que estoy por iniciar un proyecto... —Retiró por un instante su mirada del clavo y la dirigió al vendedor—. ¿Usted me conoce?


—No, la verdad que no.


—Claro, entiendo. —Volvió al clavo—. Yo soy Juan René, soy artista plástico.


—¡Ah! ¡Por eso me decía lo del color del clavo, porque quiere hacer una obra de arte con los clavos! —René sonreía y asentía—. Yo empezaba a creer estaba loco. Ahora entiendo, usted es de esos que hacen cosas extrañas.


—¡Ja! —carcajeó—. «Cosas extrañas», sí.


—Justo el otro día con mi cuñado vimos la exposición de un artista como usted. Estábamos paseando y no se cómo terminamos entrando en una galería de arte. Con mi cuñado nos mirábamos... No entendíamos nada.


—Ah. —René no dejaba de examinar el clavo desde distintos ángulos.


—¿Sabe lo que había? —dijo el vendedor e hizo una pausa hasta capturar la atención del artista.


—¿Qué había? —René dejó el clavo sobre el mostrador y se resignó a la conversación.


—¿Ve esa carretilla amarilla que está colgada ahí? Esa misma carretilla, la misma marca y el mismo color, con un plato roto adentro. Un plato cualquiera, ¿eh? Blanco, liso...


—Bueno, el artista quiere expresar algo y se vale de distintos recursos para hacerlo. Piense usted que si pudiera decir lo que quiere expresar, simplemente lo diría. Sin embargo, a veces, las palabras no alcanzan para describir un sentimiento, una sensación...


—Eso lo entiendo bárbaro, tampoco soy estúpido. Pero dígame una cosa: lo que sea que el tipo haya querido expresar al romper un plato en una carretilla, sea el hambre en el mundo, sea la soledad, sea la enajenación de la sociedad moderna, sea el amor a una deidad, sea lo que fuere, ¿no podía hacerlo de una forma más elaborada? Y no me refiero al símbolo, ¿eh? Si un plato roto en una carretilla es lo que el artista quiso, que así sea; por algo es artista, ¿no? Me refiero a que en vez de venir a una ferretería a comprar una carretilla, y pasar por un bazar a comprar un plato, que esa misma figura, la carretilla y el plato, la talle en madera, ¡o en piedra!, o que la haga en yeso, en masilla… O que haga una pintura, un verso, una película... algo que uno —se señaló el pecho con ambas manos—, que no tiene ningún talento, sea incapaz de hacer.


—Bueno...


—Porque yo también puedo ir al kiosko de la esquina a comprar un paquete de figuritas de Toy Story y chamuscarlas con fuego arriba de un banquito fluorescente para expresar la fugacidad de la infancia, ¿me comprende? Pero de un tipo que sabe pintar, uno espera una pintura. Algo que tenga una complejidad que coloque al autor por encima del hombre común, que solo usaría un pincel para rascarse una oreja. Yo no quiero ir a un museo para ver esa carretilla de mierda —señaló—, quiero ir para disfrutar de la creatividad y el talento de un tipo que expresa lo que yo no sabría cómo. —Juan René lo miraba entre confundido, asustado y admirado—. Discúlpeme que sea tan enfático, pero es un asunto que me exaspera.


—Un kilo, por favor. —Pidió Juan René sin alterar su expresión—. Un kilo de estos clavos.


—Perdóneme, no quería ofenderlo, ¿eh? Es una opinión, nomás.


—Entiendo.


—Yo no sé nada de arte —explicaba mientras envolvía los clavos en papel de diario—. Sírvase. —Le extendió el paquete.


—¿Cuánto le debo?


—Ochenta pesos. ¿Cómo me dijo que era su nombre?


—Aquí tiene cien pesos, quédese con el cambio. Juan René, mi nombre. Ha sido un verdadero gusto charlar con usted. Que tenga buen día. Muchas gracias. Hasta luego.


—Hasta luego, señor. Espero no haberlo ofendido. Yo soy un bruto, ¿vio?


—En absoluto —gritó desde la puerta—. Adiós.


Una vez afuera, Juan René arrojó el paquete con clavos a un cesto de basura. Al llegar a la esquina, se alegró de no ver fila en el kiosko:


—Buen día, ¿me daría cincuenta paquetes de figuritas de Toy Story, por favor?






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