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Un Sentimiento





Changuito no mentía. Él contaba iluminando algunos rincones con silencios, acariciando algunos relieves con palabras, entibiando el aire con algún sollozo. Cautivaba a su interlocutor con su voz suave y su mirada perdida. Con su porte siempre inclinado, como pidiendo disculpas, cuando Changuito se te acercaba, a vos te nacía la sensación inexplicable de que le habías hecho daño de algún modo. Y Changuito no pedía nada. Esa es otra cosa que hay que aclarar. Porque no es lo mismo pedir a que no te quieran cobrar. Changuito tenía siempre unos billetitos arrugados en el bolsillo que nadie le aceptaba por mucho que él los expusiera en cada oportunidad. «No, Changuito, dejá... dejá...». Changuito agradecía con una sonrisa.


Changuito le había narrado su vida al almacenero de tal forma que no quería cobrarle, porque compraba poquito y era huérfano. El carnicero y el verdulero tampoco le aceptaban plata, porque, ¿cómo cobrarle a Changuito por un poco de comida cuando pasó tantas miserias? Habría que ser malnacido para no ablandar el corazón ante Changuito. El dueño del bar le regalaba la cerveza por más que él solo gustara tomar de la más cara, porque, pobre Changuito, teniendo tantos problemas, quien podría negarle un poco de alcohol para poder sobrellevarlos. El techo se lo daba doña Elsa, que tenía libre la habitación de su hijo porque se había casado y mudado a Buenos Aires. ¿Cobrarle alquiler a Changuito? Changuito se había encargado de que la sola idea resultara impensada.


Ni siquiera cuando Elsa murió, y el pueblo se enteró de que le había dejado en herencia su casa y algunas hectáreas de campo a Changuito, las personas se animaban a aceptarle parte del rollito de billetes gastados que él seguía esgrimiendo. Cuando Changuito apareció con una cuatro por cuatro japonesa, el almacenero me confesó que estuvo a punto de cobrarle, pero que «no se dejó convencer por la envidia». Cuenta la leyenda que Changuito se hizo regalar la camioneta contándole al vendedor que, con la muerte de Elsa, era dos veces huérfano, que las piernas se le estaban partiendo de caminar tantos kilómetros por el barro para llegar a sus campos, que debería viajar a Buenos Aires una vez por semana para hacer un tratamiento por una enfermedad terminal que Changuito presentía padecer, y quién sabe cuántas cosas más que hicieron apucherar el corazón de toda la agencia.


La postulación de Changuito para intendente nació como una broma, en una charla de café. Pero cuando los muchachos del partido se dieron cuenta de la simpatía que despertaba en el pueblo el cántico «se siente, se siente, Changuito intendente», comenzaron a tomarlo en serio. Es muy probable que nadie lo creyera capaz de gobernar. Digo más: es muy posible que Changuito, en el fondo, ya no le cayera bien a nadie. Pero pensar mal de Changuito era un pecado que nadie se atrevía a cometer. Y mostrarse efusivamente en su favor disipaba cualquier sospecha que uno pudiera despertar. Por eso, cantar a viva voz «se siente, se siente, Changuito intendente», nos purgaba el alma de la iniquidad de haber tenido malos pensamientos para con Changuito, y poner su boleta en la urna se convirtió en una obligación moral.


Changuito arrasó en las elecciones. Y nosotros festejamos. Nuestra alegría era genuina. Ya no sentíamos culpa y nos dimos la oportunidad de volver a querer a Changuito, que festejaba junto a nosotros, su gente, bebiendo y abrazándose con todos, especialmente con las damas. Porque, pobre Changuito, por mucho que hubiera logrado, le faltaba el afecto de una mujer y nadie podía enojarse porque manoseara un rato a la del prójimo.


Tan poco duró nuestra algarabía como tan poco Changuito siguió siendo Changuito y pasó a ser «el sorete del intendente». Estableció impuestos desorbitantes y caprichosos, metió sistemática e impunemente una y otra vez la mano en las arcas estatales, violó de todas las formas posibles a la Constitución Nacional... en fin, no dejó una sola maldad sin hacer ni una sola estupidez sin realizar. Pero no fue por todo esto que los poco más de dos mil habitantes del pueblo lo comenzaron a detestar abiertamente y ya sin remordimientos. No, no. Changuito se convirtió en «el sorete del intendente» el día que lo vieron pasear por Buenos Aires con el pecho hinchado, el paso firme, la voz contundente, el tono arrogante, la mirada soberbia, y, lo peor de todo: pagando. Changuito desembolsaba de una billetera abultada fajos de billetes relucientes que repugnantemente utilizaba para pagar cosas. Sí, el mismo que cada invierno recibía como ofrenda una bufanda nueva tejida por Doña Emilia, ahora estaba con la frente alta comprándose una campera importada en una tienda muy copetuda del centro. El que ahora cenaba con una señorita muy sensual en Puerto Madero y no solo invitaba, sino que hasta dejaba propina, es el mismo que aceptaba el guiso de arroz que le hacía la viuda de Armando y los manoseos que su hija, «La Lauchita», le propiciaba por debajo de la mesa. El mismo que con ojos húmedos se hacía regalar cinco litros de nafta en la estación del pueblo, ahora pedía que le llenaran el tanque y le limpiaran los vidrios.


Changuito resultó un hijo de puta, esto lo reconocen todos. Hasta Pedrito, que apenas se lo escucha hablar, y mucho menos insultar, se toma una licencia para referirse como corresponde al sorete del intendente. Pobre Pedrito, tan buen muchacho y tantos problemas que tiene con su familia. El padre alcohólico, la madre enferma, los hermanitos chiquitos... En el pueblo lo queremos mucho. Tanto, que en algunos rincones algunos vecinos están comenzando a cantar «se siente, se siente, Pedrito intendente».





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