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El Fantasma De La Habitación Celeste



El hombre me miraba como quien espera una respuesta. Aunque no puse atención a sus palabras, sé que habló durante largo rato. Fue muy estúpido de mi parte distraerme a la mitad de una entrevista laboral.


—Discúlpeme, es que... me poseyó el fantasma de la habitación celeste.

—¿Perdón? —Se sorprendió.

Buena parte de mí sabía que explicar el asunto era inapropiado en esas circunstancias, sin embargo, me encontré contándole a aquel desconocido lo que jamás había compartido con nadie.


—Es algo que me sucede a veces.


Se acomodó contra el respaldo de su silla y apoyó las yemas de los dedos sobre el escritorio.


—¿No me diga?


Su abundante barba gris contrastaba con su cabeza, que relucía una calva satinada. Pequeños lentes gruesos y redondos separaban aquellos dos hemisferios.


—Cuando yo era un pibe de once años era bastante estúpido (o, por lo menos, bastante más que ahora) y me dejaba pasear por mis viejos como si fuera una mascota. Para mascota sí me daba la inteligencia: ellos me decían «vení acá», y yo iba; «esperá acá», y yo esperaba; «dejá de morder eso», y yo lo soltaba. Me llevaban al supermercado, a hacer trámites, a visitar parientes... Un sábado me llevaron con ellos a visitar al tío de un primo, o primo de un tío, nunca lo supe, que estaba internado en un hospital psiquiátrico. El paseo prometía ser interesante y yo imaginaba que por fin tendría algo para contar en el colegio. «Es imposible —deducía— que alguien pueda visitar un loquero sin salir con unas cuántas anécdotas divertidas». Fantaseé con ser el centro de atención del sexto grado «C» por todo un lunes. Me soñaba sentado sobre mi mesa frente a un semicírculo de espectadores entre los que estaban desde mi mejor amigo, Santiago Fraile, hasta mi peor enemigo, Luca Colutto, pasando por mi enamorada, Melisa Andreani, y por mi amor imposible, Mariela Pons. «Entonces —contaría—, el loco me miró y me dijo: "Vos sos una pieza fallada, acá todos somos piezas falladas". Y yo le contesté: "Yo soy el que fabrica las piezas"». Sin embargo, aquella visita al manicomio resultó ser bien distinta a mis previsiones. Lo que sucedió ese día fue mucho más trascendente que una anécdota divertida, fue algo tan profundo que zanjó mi biografía en dos partes: antes de aquel día y después de aquel día.


—¿Qué fue lo que sucedió? —preguntó con el ceño fruncido de curiosidad.


Me levanté de la silla para teatralizar la situación:


—Yo estaba parado acá —señalé mis pies—, mis padres estaban unos quince o veinte metros hacia allá —señalé la pared detrás del hombre— y acá, a mi lado, había una puerta abierta que daba a una habitación de azulejos celestes. Escuché una voz dentro de la habitación. Luego, silencio. Luego, la voz otra vez. Me asomé y descubrí a un hombre sentado en una cama. Miraba hacia una nada que flotaba un metro frente a él, porque enseguida comprendí que hablaba con alguien imaginario que debía estar sentado frente a él... —Volví a mi silla—. ¿Y sabe qué le decía?


—¿Qué le decía?


—No le decía «Veo insectos por las paredes». No le decía «El final del mundo se acerca». No, ¿sabe qué le decía?


—¿Qué? ¿Qué le decía?


—Le decía «Salí del trabajo y pasé por el cajero a buscar plata». Después del silencio donde cabía una respuesta: «Claro, por eso te digo. Al final se me hizo tarde y no pude llamar. Le expliqué al tipo que...». ¿Se da cuenta de lo que digo?

—Sí, sí...

—En ese momento escuche otra voz.

—¿Otra voz?


—Pero esta vez, la voz estaba dentro de mi cabeza. ¿Sabe qué me decía esa voz?

—¿Qué le...?

—Me decía: «¿Cómo sabés que no estás en la habitación de un manicomio imaginándotelo todo?»


Escalofriante...


«¿Acaso ese hombre duda de que está sentado en un bar charlando con un amigo? ¿Acaso sospecha que no mira la vidriera de un bar, sino una pared de azulejos celestes? ¿Acaso vos dudás de que estás parado junto a una puerta observando a un loco? Ese hombre está tan convencido de que hoy fue a trabajar como vos lo estás de que tus viejos te trajeron a visitar al primo de un tío o al tío de un primo». —El hombre me seguía con dedicada atención—. «¡Venga para acá!», me llamó mi viejo en ese momento y eché una última mirada a la habitación celeste. «Todo puede ser falso», me dijo la voz.


—¿Algu...?


—Ese lunes en el colegio, mientras la maestra Rosita corregía pruebas y el bullicio inundaba el salón, mientras Luca Colutto le hacía cosquillas a Melisa Andreani y Santiago Fraile le prestaba la goma a Mariela Pons, volví a escuchar dentro de mi cabeza: «Todo puede ser falso. Podrías estar en la habitación de un manicomio imaginándotelo todo». Imaginé cómo me vería si así fuera: estaría sentado en aquella cama, con el brazo en el aire, sosteniendo un lápiz imaginario y viendo un pizarrón lleno de cuentas donde no hay más que azulejos celestes. A eso me refiero cuando digo que me poseyó el fantasma de la habitación celeste.

—Episodios en los que desconfía de la realidad que lo rodea.

—Podría resumirse así.

—Y... dígame —sonrió—, ¿dónde estamos?

Luego de tamaña confesión, descarté toda probabilidad de ser contratado.

—¡Ja! —solté una carcajada—. Si me contratara después de escuchar esta historia, estaría usted loco. ¡Ja! —Me levanté y le di la mano—. Fue un gusto charlar con usted.

—El gusto siempre es mío, Lautaro. Te veo mañana.






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