top of page

El vecino de la música fuerte



Pongo la música fuerte para que los vecinos sepan que los Ferrando somos felices. Felices a pesar de todo. Uno de mis hijos murió a los cuatro años en medio de un tiroteo, acá mismo, frente a nuestra casa. Estábamos festejando el cumpleaños de la más grande, armamos un pelotero inflable que ocupaba toda la calle... Antes de que llegaran los invitados, pasaron una moto y un patrullero disparándose. Fue un segundo. Algunas balas perforaron el inflable; otras, a mi hijo de cuatro años. Construímos para él un altar en la placita de Yanzi. Pusimos una foto hermosa que le sacaron en el jardín, con su guardapolvito verde y una sonrisa luminosa. Se llamaba Brian, mi angelito.

Somos una familia resiliente, como se dice ahora, y por eso escuchamos música fuerte. Damos un mensaje de esperanza a los vecinos: si nosotros pudimos salir adelante, ustedes también. Reggaetón, cumbia, bachata... Solo música alegre, divertida, bailable. Porque, ¿sabe qué, vecino?, se puede ser feliz, se puede salir adelante. Y a todo volumen. ¿Quién escucha música bailable a un volumen moderado? Alguien que tiene miedo de ser feliz. Nosotros no. Los Ferrando de la calle Ipiranga no le tememos a la felicidad.

Pero hay personas a las que les molesta. «¿Cómo pueden ser felices los Ferrando después de que su hijito de cuatro años falleció en semejante tragedia?». No pueden digerirlo. Sucede que ellos mismos son desgraciados. Se evidencia en la música que escuchan: aburrida, retorcida, complicada. En inglés, a veces. ¿Quién puede bailar un solo de guitarra? ¿Quién puede cantar una letra en inglés?

Son desgraciados y descreen de la felicidad de la familia Ferrando de la calle Ipiranga. Uno de ellos es el hijo de los Moretti, que viven frente a casa. Hablamos de un muchachito de diecisiete años que anda siempre de negro, con ropa grande, el pelo largo y cara de disgusto. Camina con las manos pegadas a los lados, ¡cuánta falta le hace bailar unas bachatas para aflojar el esqueleto! Se llama Andrés. Siempre le dijimos el rockerito. Mi mujer antes se mostraba optimista: «Ya lo vamos a sacar bueno con nuestra música. Vas a ver que en un par de años anda vestido normal y bailando cumbia. Los Moretti van a venir a agradecernos». Pensar que llegamos a decirle a la más grande que lo invitara a salir. ¡Madre mía, que yerno hubiésemos pegado! Y mire que ninguno de los tres que tuvimos fueron gran cosa. Es un drama todos los meses hacer que pasen la mantención de sus hijos. Pero los Ferrando somos felices igual. Con lucha, con esfuerzo, con sacrificio, peleándola siempre. Los Ferrando salen adelante y son felices.

Una mañana de sábado, primeros días de verano, nos pusimos a armar la pileta. Temprano, tipo ocho de la mañana. Y dijimos, bueno, arranca la temporada, vamos a mandarle cumbia. ¡Arriba, barrio! ¡Que la vida es corta y hay que ser felices! La familia Ferrando estaba con todas las pilas armando la pileta y escuchando bachata, ya preparándonos para hacer un asadito al mediodía. Bailecito de acá, grito de allá, maguerazo por un lado, baldazo por el otro... «¡Vamo que empieza el veranooo!». ¡Pum!, se escuchó de repente. Nos quedamos todos quietos y uno de los chicos apagó la música. ¡Pum!, de nuevo. Y después el recorrido de algo que rodaba por la chapa y caía en el piso del patio. Una piedra. ¡Pum!, otra vez. Fui para el frente y lo ví al rockerito en su ventana con una gomera en la mano, tirando otra piedra: ¡Pum!

—¿Qué hacés, infelíz? —le grité.

No dijo, nada. Me miró con desprecio, como diciendo «Si yo no soy feliz, nadie puede», y cerró la persiana.

—¡Loco de mierda! —grité. Volví con la familia y le dije a los chicos que pongan de nuevo la música:

—¡A bailarrrr!

Y seguimos armando la pileta. Yo cada tanto me asomaba a vigilar la ventana del rockerito, para ver si seguía cerrada. En eso estaban mis nietitos jugando cerca de las rejas de calle cuando lo veo al rockerito ahí agachado, hablándoles como en secreto. Me acerqué corriendo. El rockerito se incorporó y me pidió, de muy mala manera, que bajara la música, que eran las nueve de la mañana, que tenía que estudiar para un examen, que esto que lo otro.

—Relajate, papito —le dije—, vos lo que tenés que hacer es bailarrrr... ¡Eeeeeeeaaaaaaa!¡Eh!¡Eh!¡Eh! —Di unas vueltitas de demostración y de repente el rockerito se había ido. Lo vi entrar a su casa.

Los Ferrando no le tenemos miedo a nada, pero por las dudas le dije a mis nietitos que no jugaran cerca de la reja por un rato.

Mientras se llenaba la pileta prendimos el fuego para el asadito. La parrilla la tenemos adelante, junto a la reja. ¡Que los vecinos huelan que somos felices! ¡Que los Ferrando son felices a pesar de todo! Siempre pongo algunos carboncitos húmedos para que hagan mucho humo. Cuanto más humo, más felicidad. Baile y humo de carbón, ¿se puede ser más feliz? ¡Eeeeeeeaaaaaaa!¡Eh! ¡Eh!¡Eh! Cada tanto revisaba que la persiana del rockerito estuviese cerrada. ¡Eeeeeeeaaaaaaa!¡Eh!¡Eh!¡Eh! La brisa venía del oeste y empujaba el humo a la casa de los Moretti. ¡Eeeeeeeaaaaaaa!¡Eh!¡Eh!¡Eh! ¡Arriba la cumbia, carajo! Eran las diez y media, más o menos, pero el olor a carbón tenía que llenar la cuadra durante todo el día. Primero el carbón, después la carne, y después estiramos el carbón hasta la noche para recalentar las sobras del mediodía. En el medio, unas tortillas para acompañar el mate, por supuesto. Eso es un sábado feliz: asado y cumbia, humo y baile... En eso lo vi al rockerito que salía de su casa y le grité:

—¡Bailate unos pasos, amargado! ¡Eeeeeeeaaaaaaa! ¡Eh!¡Eh!¡Eh!

Se fue para el lado de la plaza.

Puse la carne: un buen pedazo de costillar. Los Ferrando no le llamamos asado a la tapa de asado ni a los bifes americanos o esas mariconadas... Asado es asado. Bastante adobado, con unos choricitos y capaz una bondiolita. Coca con fernet, cumbia y a bailar al lado de la parrilla. El que no quiera ser felíz, jodasé. Póngase tapones en los oídos y broches en la naríz si vive cerca de los Ferrando. ¡Eeeeeeeaaaaaaa!¡Eh!¡Eh!¡Eh!

Cuando estoy dando vuelta los choris, una sombra se me acerca a la cabeza y me cubro instintivamente con las manos. Cae frente a mí, entre el costillar y los choris, el portarretrato de mi angelito Brian que estaba en el altar de la plaza.

—¡Hijo de puta! —Me indigné.

Saqué el portarretrato y miré para afuera: estaba el rockerito entrando a su casa.

—¡Hijo de puta! ¡Desgraciado! —grité.

Me metí adentro y le pedí a los chicos que trajesen el karaoke y la mole. La mole es un parlante de trescientos watts. Los chicos se alegraron. Los Ferrando tenemos la alegría en las venas. Sacamos la mole y la acomodé bien pegadita a la reja, apuntando a la casa de los Moretti. Le puse el portarretrato de nuestro angelito arriba, enchufé el micrófono y subí el volumen al mango:

—¡Buenos días vecinos de Ipirangaaaaa! ¡Acá estamos los Ferrando para alegrarles el finde! ¡A cantarrrr y a bailarrrrr! ¡Eeeeeeeaaaaaaa!¡Eh!¡Eh!¡Eh!

Le cedí el micrófono a los chicos para que cantaran cumbias. Yo cuidaba el asado, siempre vigilando la ventana del rockerito. Cada tanto acomodaba el portarretrato de Brian, que se caía con las vibraciones del parlante, y lo besaba apuntando los ojos al cielo.

Estaba dando vuelta la carne cuando vi la persiana del rockerito levantada y la ventana abierta de par en par. Le ordené a los chicos que fueran para adentro.

La música siguió sonando; yo seguí vigilando. La ventana del primer piso de los Moretti era un rectángulo negro que parecía levitar en el humo de mi parrilla. Cuando la carne estaba por alcanzar su punto, los chicos salieron bailando y cantando. Fue un segundo. El rectángulo negro se iluminó con una luz parpadeante y escupió una bola de fuego, una botella encendida, una bomba molotov. Le grité a los chicos ¡Cuidado!, pero no escucharon. La botella explotó contra la reja y las llamas alcanzaron a dos de mis nietos. Fueron muchos meses de lucha, de pelearla en hospitales y sanatorios, hasta que el cielo decidió por fin abrir sus puertas a dos nuevos angelitos. El altar de la plaza Yanzi hoy tiene tres portarretratos. Porque los Ferrando no olvidan a los suyos.

Hicimos una gigantografía con fotos de nuestros angelitos para poner en la reja del frente de casa, así cada vez que los Moretti salen a la calle ven a las criaturas que el monstruo de su hijo asesinó. Algún desgraciado les dibujó auriculares con un marcador a los tres angelitos y puso: «Bajá la música la puta que te parió». Quieren obligarnos a ser infelices. Pero los Ferrando de la calle Ipiranga, yo, mi mujer, mis cuatro hijos, mis dos hijas, mis tres nietos, ya, y mis tres angelitos, siempre luchándola, siempre peleándola, siempre con esfuerzo, con sacrificio, nunca vamos a dejar de ser felices, de hacer asado y de bailarrrrr... ¡Eeeeeeeaaaaaaa!¡Eh!¡Eh!¡Eh!

bottom of page