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Pesadilla En El Cine



Capoleón se siente muy poderoso sentado detrás de su escritorio. Parece inteligente porque habla poco, pero su imbecilidad se hace evidente en una conversación de cinco minutos.


Alguien decidió que debía ser blanco de una broma pesada.


Ese alguien le robó una carpeta con documentos importantes y esperó atento para ver su reacción. Como pasaban los minutos y Capoleón no notaba la falta, el bromista impaciente, poco más que duplicando la apuesta, se acercó y le practicó cinco disparos en el rostro. El maldito debe tener apalabrado al mismo Lucifer, porque la muerte decidió perdonarlo.


Su rostro quedó como un pochoclo a medio explotar, por eso cuando entro a su oficina siempre digo cosas como: «Acá falta una buena película», «Usted es un dulce», «Quiero agrandar el combo». Creo que no entiende los chistes debido a que, como dije, es bastante idiota. O a lo mejor sonríe, pero, desde el incidente, sus expresiones faciales son algo inescrutables. Con los muchachos de la oficina no paramos de reírnos. Nos divertimos gratis, la verdad. Coca, su mujer, viene a verlo casi todos los días. Bah, en realidad viene a verme a mí. Es fea y aburrida, pero yo, con tal de embromar a Palomitas, como le digo yo, me acuesto con ella.


Capoleón a cada rato sale de su oficina y, como un profesor busca con mirada azarosa a un alumno para tomarle lección, elige a alguien para asignarle una tarea.


—Necesito que vaya al banco a cobrar este cheque. —Me pidió hoy.


—Voy tan rápido como una bala, señor. ¿Está en fecha? No quiero ir en balde...


Cuando salí del banco aproveché que tenía plata y la invité a almorzar a Coca. Fuimos al restaurante que está ahí enfrente, el que se ve desde la oficina de Palomitas. Ella me preguntó si no era peligroso estar sentados afuera, pero le dije que con un día tan hermoso valía la pena el riesgo.


Durante el postre, mientras nos acariciábamos, no sé por qué miré hacia la ventana de Capoleón, en el primer piso. Ahí estaba él, observándonos. No necesitaba descifrar su expresión para darme cuenta de que estaba destruido. Estallé en carcajadas porque al verlo ahí, detrás del vidrio, me lo imaginé en una pochoclera gigante. Coca también volteó a verlo. Entonces, la cabeza de Palomitas terminó de explotar y se cubrió de caramelo.


—¿Vamos al cine? —propuse.


—Sí —dijo ella, fría.


Quise ayudarla a levantarse de la silla, pero se me volcó. Después de vacilar un instante, la dejé ahí tirada y me fui.




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